lunes, marzo 30, 2009

Corazones sagrados, Juan Pimentel

Ediciones de La Discreta, Madrid, 2007. 144 pp. 13 €

Juan Marqués

Del investigador Juan Pimentel (Madrid, 1962) ya son bien conocidos y admirados los ensayos que ha ido produciendo su carácter de apasionado historiador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. En ellos, y entre otras muchas virtudes, se podían apreciar sus excelentes dotes para la lectura, y no era difícil sospechar que alguien tan hábil para descifrar textos ajenos debía tener un cajón lleno de intentos propios.
Esta actividad literaria, más o menos secreta, ha quedado ahora felizmente demostrada con la silenciosa aparición (en una editorial cuyo nombre parece una simpática declaración de intenciones) de Corazones sagrados, una colección de doce cuentos perfectamente independientes que, sin embargo (y como es habitual en los libros de relatos breves), tienen también voluntad y vocación unitarias y comparten intenciones, en este caso de forma muy clara. Son todos textos que tienen mucho de iniciático, como fragmentos o episodios de una pequeña bildungsroman particular, y en ellos late la retrospección autobiográfica. La contracubierta nos avisa de sus evidentes ecos memorialísticos, pero a la vez nos previene contra las apariencias, recomendándonos sabiamente no ser demasiado crédulos ante lo que se nos relata. Hay al menos tres cuentos protagonizados por un tal Juan, pero ni sabemos si en todos los casos es el mismo, ni —si así fuese— convendría identificarlo automáticamente con el autor, el cual sabe difuminar su yo, consiguiendo, más que un ajuste de cuentas con su infancia, unas narraciones donde subyace una gran complicidad consigo mismo. Tener razón antes de tiempo es una forma de equivocarse, decía no sé qué emperador romano, y no conozco mejor consejo a la hora de leer cualquier género de narrativa, sobre todo si viene teñida por la «realidad» o por el recuerdo íntimo.
Resulta especialmente sugerente ese pequeño cuento que va explorando a lo largo de los años la Plaza de Castilla (que es ya uno de los epicentros de cierta nueva mitología madrileña), cuyo último párrafo puede hacer pensar que no se nos habla tanto de la plaza como del propio relato que estamos terminando de leer, de todo lo que queda por encima y por debajo de nosotros y del texto, intuido y presente pero no visto, no dicho, en una suerte de versión de la teoría del iceberg de Hemingway. Pero también se disfruta del que abre el libro (donde al final hay una justa desmitificación de las drogas expuesta con cierto moralismo contenido y no molesto), o aquel en el que el bañador verde de una adolescente da forma y color al recuerdo (casi como una erótica magdalena proustiana) de un verano muy especial. Algo muy parecido sucede en “Mentiras sobre Ondarreta”, y también el “Primer paseo en bicicleta” supone un hito en la educación sentimental del narrador, invitado por su padre a la valentía vital (y ése es un regalo que, pasados los años, sabe agradecer más que el de la propia BH azul).
Un tono más melancólico y privado tienen las “Cuatro posdatas” que constituyen la segunda y última sección del libro, y que seguramente son también las piezas mejor escritas y las más emocionantes. Son cuentos especialmente breves y también valientes, porque Pimentel no tiene complejos ni prejuicios a la hora de terminar unas páginas preciosas con el deseo de “Que Dios bendiga tu vuelo” (p. 127). Los escritores «posmodernos» padecen un miedo atroz a resultar o parecer cursis o blandos, o a que les crean creyentes, y así renuncian a palabras y símbolos muy valiosos. Su aversión a lo espiritual (y no es lo mismo espiritual que religioso) les hace rechazar también muchas posibilidades de alcanzar cierta belleza o conmoción, que Pimentel aprovecha aquí incluso en el título general del libro. Se puede ser sentimental sin resultar ridículo, o delicado sin caer en lo lacrimógeno, y esto queda completamente demostrado en esas «posdatas»: las cartas que el narrador (o los narradores) envía a su hija Carmen, a su hijo Javier y a su pareja, y la evocación agridulce de su hermana Luisa. En ellas les dice cosas sabias y hermosas, les anima a vivir con intensidad y atención, y les desea felicidad y suerte en un mundo (tanto el «real» —este de aquí, tan nuestro— como el narrativo —ese de «allá», de papel y de tinta—) en el que, si se lee bien, «aún se escucha un silencio antiguo, el eco de una pena honda» (p. 123). Es ese eco del pasado, por encima de cualquier otra cosa, el protagonista verdadero de este inesperado y excelente libro. Un eco que rastrea palabras que nos salven. Un impulso que querría fundar un mundo que no duela.

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