viernes, marzo 14, 2014

La banda de la casa de la bomba, Tom Wolfe

Trad. J.M. Álvarez Flórez y Ángela Pérez. Anagrama, Barcelona, 2013. 276 pp. 17,90 €

Julián Díez

Como profesional del ramo, mis sentimientos hacia el Nuevo Periodismo americano son ambivalentes. Básicamente, la parte negativa es la envidia que me produce que se pudiera trabajar así. Tom Wolfe, Jimmy Breslin (¿para cuándo su recuperación ante el público español?) o Gay Talese se tiraban semanas, meses conociendo a gente para escribir textos que hoy en España son escritos después de encuentros de minutos, horas como mucho.
Este libro es, por tanto, un doble testimonio. El fundamental es, por supuesto, de una época: los años sesenta, cuando había gente capaz de irse a Hawaii en un avión literalmente sin un dólar en el bolsillo sólo para poder surfear, las tribus urbanas eran auténticas y no fruto de un laboratorio de cool hunters, y Marshall McLuhan nos anunciaba que la tecnología de la información, huy, iba a cambiarlo todo. Cuando todavía se podía ser original sin tener que hacerse el raro. Pero para mí no es menos relevante el testimonio profesional, el de la era del periodista curioso y con hambre de material distinto al que pagaban no por ajustarse a los parámetros requeridos por los anunciantes o los convencionalismos supuestamente no ofensivos para los lectores, sino por ser diferente. Y por escribir bien. Porque el texto importaba.
Fin de la parte de lamentos; cualquier lector suficientemente espabilado sabrá comparar entre lo presente en este volumen, o los otros de artículos de Wolfe, y lo que se encuentra en las revistas españolas actuales, esas de fotos enormes y textitos de la medida adecuada para su consumo íntegro en una visita al retrete; o lo que se ve en las webs de supuestos reportajes supuestamente modernos tan en boga, que incluso se permiten dar lecciones periodísticas con un cinismo digno de perplejidad, pese a no pagar a sus colaboradores y alimentarse en realidad de refritos de material extranjero o reflexiones de salón. Pasemos al libro en sí, que como casi todo Wolfe, es en casi todo magnífico y en una pequeña parte grimoso.
La elección de personajes y el retrato que se hace de la sociedad por parte del periodista es absolutamente impecable. La teoría que sustenta el armazón del libro sólo puede calificarse como profética: la creación de estatusferas en las que el individuo que sea puede adquirir relevancia es algo que se ha multiplicado con el paso de los años. Los personajes que recorren los distintos reportajes, sean pijos londinenses, estrellas de Hollywood o Hugh Hefner en batín de seda, son todos de una verosimilitud, de una carnalidad impecable. No hay foto, no hay documento gráfico que pueda transmitir con la misma intensidad la sensación de “haber estado allí” que un reportaje de Wolfe.
La presentación de sus diferentes peripecias personales se lleva a cabo casi invariablemente con una técnica muy propia del Nuevo Periodismo: la del narrador omniscente, de origen literario. A Wolfe, como es muy hábil, le funciona casi siempre; sin embargo, tengo reservas acerca de su uso en términos de oficio. Wolfe siempre escribe una vez ha llegado a sus propias conclusiones acerca de los hechos, escenarios y personas, y los presenta como incuestionables, como naturales e inevitables. No hay mucho margen para que el lector haga sus propias interpretaciones, puesto que en el enfoque de Wolfe siempre va implícito cuál es el correcto y se nos deja caer como un martillo pilón. En resumidas cuentas, el periodista no es un testigo, sino un historiador que ya toma sus propias conclusiones y además se pone a redactar a partir de ellas.
Con todo, donde al maestro se le ven más las costuras es en el territorio mismo del lenguaje. En este arranque de su carrera, Wolfe era una voz absolutamente pop, y su sintaxis y léxico warholiano son, sin duda, más que adecuados para su contenido... Pero resultan hoy algo cansinos cuando se leen de forma consecutiva. Cada reportaje, en su publicación original, debía brillar de manera fulgurante, pero un volumen entero tan colmado de exclamaciones y onomatopeyas, contado con ese aire pagado de sí mismo, resulta una lectura fatigosa de manera consecutiva. Sigan mi consejo y dosifiquen el placer de La banda de la casa de la bomba; si lo hacen así, con seguridad buscarán los otros volúmenes de piezas breves de su autor, que Anagrama está reeditando con todo merecimiento.

1 comentario:

Carmenzity dijo...

¿Te refieres a que busquemos Otras crónicas... en otros libros separados de La banda de la casa de la bomba?
La verdad, es que me he quedado prendada con ese título.