miércoles, abril 12, 2017

El lagarto negro, Edogawa Rampo


Trad. María Lourdes Porta Fuentes
Salamandra, Barcelona, 2017. 192 pp. 16 €

Jaime Valero

Si introducimos en una coctelera (o en el tambor de un revólver) las novelas clásicas de detectives del viejo continente, las publicaciones pulp de la Norteamérica de los años 20 y 30, la atmósfera enrarecida propia del género de terror, y lo regamos todo con un poco de imaginería oriental, podremos hacernos una idea del estilo literario de Edogawa Rampo, seudónimo con el que firmó sus obras más emblemáticas el escritor nipón Hirai Taro (1894-1965). Rampo es toda una institución en Japón. Lectores, críticos y autores por igual reivindican su legado, que incluyó, además de la escritura, una importante labor divulgativa del género negro y de misterio. Muchos de sus libros se han llevado con éxito al cine, la televisión, el cómic y la animación; y cada año se falla un prestigioso premio que lleva su nombre. Sin embargo, aquí en España es todavía un autor por descubrir, que apenas se nombra en las listas de clásicos de la novela policíaca, y su bibliografía en castellano es muy escasa. Por suerte, el interés por el noir oriental ha crecido durante los últimos años, lo cual ha propiciado que nos lleguen obras de autores contemporáneos tan interesantes como Natsuo Kirino, Mitsuyo Kakuta o Keigo Higashino, y que ahora, al fin, podamos asomarnos a los orígenes del género en el país del sol naciente.
El lagarto negro está protagonizado por el vástago más afamado de Rampo, el detective Kogoro Akechi. Un personaje que, al igual que el estilo literario de su creador, es un híbrido de diversas influencias. Las más notables son las de los míticos sabuesos Auguste Dupin y Sherlock Holmes, en lo que se refiere a su faceta analítica y a su obsesión por los detalles y por resolver crímenes. Pero Akechi también es deudor de los personajes pulp que dejaron su huella en folletines, tebeos y, posteriormente, series de televisión. Sin resultar tan estrambótico como algunos de ellos, sobre todo en lo que se refiere a la indumentaria (estoy pensando en personajes como La Sombra o Green Hornet), Akechi comparte con ellos el hecho de protagonizar historias donde la acción es tan relevante como la deducción, con tramas intrigantes donde los personajes y las situaciones están estilizados al máximo, y donde la atmósfera recreada tiene un punto de irrealidad.
Todos estos elementos se pueden detectar durante la lectura de El lagarto negro, ya desde sus primeros compases. Sin embargo, y aunque se trate de una de las novelas más emblemáticas del autor, no es la carta de presentación ideal para el detective Akechi, ya que su protagonismo queda eclipsado por la mujer que da nombre al libro, el lagarto negro, un seudónimo que le viene dado por el tatuaje que lleva en el hombro. Midorikawa, que así se llama en realidad, responde al arquetipo de femme fatale tan habitual en el género. Rampo se recrea con gusto en el tópico, creando un personaje tan sensual como maquiavélico, que siempre se sale con la suya gracias a la combinación de sus encantos físicos y su afilado intelecto. Conforme avanza la novela, Midorikawa va adquiriendo una personalidad cada vez más única, y en la recta final de la obra —la mejor de todo el conjunto— se convierte en un villano temible e inquietante, cuando descubrimos el siniestro museo privado que está creando en sus dominios, en el que se incluyen seres humanos.
Leída a día de hoy, con la mentalidad de un lector contemporáneo, curtido en el policíaco y todas sus mutaciones, El lagarto negro peca de ingenua y un tanto previsible, algo que solo podría haberse suplido si la novela se hubiera traducido antes, cuando nosotros mismos éramos lectores más ingenuos, ávidos de misterios irresolubles, mujeres perniciosas y detectives parcos en palabras. Pero, tranquilos, que no está todo perdido. Al haberse publicado originalmente por entregas, cada capítulo de la novela concluye con un enigma o un toque de atención que nos mantiene aferrados a la lectura. Además, la atmósfera que envuelve la trama es muy distinta a la que solemos encontrar en las narraciones detectivescas convencionales, y la maléfica sensualidad de Midorikawa dota de un toque de distinción al resultado final.

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